Después de haber chapoteado en todos los charcos habidos y por haber, el concejal de Cultura Festiva ha decidido ponerse botas de agua y pasar por encima de las acumulaciones de agua sin salpicar. Alguno diría que se las ha puesto también para evitar los montones de hojarasca mojada y grumosa que se acumulaba en septiembre en las aceras de la ciudad, pero lo de las calles y esa suerte de verdín que las invadía es otra historia. Ojo que digo verdín y no el verde que te quiero verde, verde lima de la calzada en la calle San Vicente.
Al turrón. El edil Fuset ha decido soslayar sus intervenciones con la prudencia para que impere la (casi) calma chicha. A buenas horas, que diría aquel. Si la costumbre del concejal hubiera sido ésta y no otra, a pesar de su errático rumbo en la gestión, sus incontables polémicas y sus enfrentamientos, otro gallo nos hubiera cantado durante lo que llevamos de legislatura. Si todo hubiera sido así, la historia de Fuset como presidente de la JCF se estaría escribiendo sin correr ríos de tinta de enorme caudal. Ahora que llegan las elecciones parece que desactivar la vehemencia será el pan nuestro de cada día.
Pero, como enuncia el título español del clásico de Vincente Minelli de 1960, con él llegó el escándalo. O más que llegar le acompaña en su periplo por la fiesta de las Fallas. El caso es que ahora tenemos el pre-informe sobre las fallas desde una perspectiva de género. Se trata de un documento que demuestra el amplio desconocimiento efectivo que los encargados del mismo tienen de las fallas, la mochila cargada de prejuicios que llevan a la espalda y sobre todo una cierta incomprensión hacia el mundo de la sátira, el humor y la crítica, esenciales para entender una falla como tal. Digan ustedes que frivolizo.
De manera constante se está bombardeando al fallero, que según interese es el actor principal de una fiesta participativa, plural y democrática, o esa suerte de trasnochado facha machistorro e inquisidor de las tendencias más modernas y progresistas. A veces pertenece a la base, a veces es élite dominante. A veces callan su voz y a veces habla cuando no toca. ¿En qué quedamos, molamos o no molamos?
Hemos pasado de ser la plaga del vecindario a ser el comodín de la baraja cuando toca dar estopa. Ponen unas esculturas en el Puerto, se monta un berenjenal y sin venir a cuento se menta al fallero. Por cierto, un fallero que por poner señoras con enormes senos en sus fallas le ha caído la del pulpo. ¿Pero mola o no mola?
De repente hubo un momento hace unos años en el que molaba tanto ser fallero que todo el mundo cool quería serlo. Serlo de boquilla, claro, para opinar y hacer ver que el cambio llegaba, que las fallas salían de la oscuridad para amanecer con una sonrisa. Quizás para que alguien las hiciera suyas. Pero visto lo visto, parece que las fallas ya no molan, que son imposibles, incorregibles, dominadas por élites reaccionarias. Y no hablamos de las fallas, de lo que se quema, que eso está hipersexualizado y no tiene gracia. Hay que ver como cambia la tostada cuando no gusta su sabor una vez probada.
La demolición controlada de la fiesta ya es inviable porque, aunque parezca mentira y no nos lo creamos, el fallero al final manda de su propia fiesta. De una manera caótica, impredecible, insufrible, anárquica y sin pautas que se puedan controlar. Así es el fallero. Y esto antes molaba, pero parece que a algunos eso mismo ya no les mola.