Miro a la fiesta y la veo estancada. Atrapada en un fango corrosivo que no hace más que avejentarla a base de disgustos, zafios movimientos políticos, horrores y errores que nos lastran y que, al tiempo, nos dejan a los pies de los caballos. Estamos expuestos, más que nunca, al escarnio público; un paredón frente al que se apostan detractores, haters, y oportunistas dispuestos a fusilar con memeces al fallero de a pie.
Y mientras, lo verdaderamente importante se queda sepultado por toneladas de opiniones en redes sociales, likes de Instagram y tuits con intenciones de diversa índole. Una superficialidad basada en la frivolización del hecho fallero, que no pasa por su mejor momento.
Tenemos una profesión autóctona y única, creada para una fiesta como pocas en el mundo, al borde de la desaparición. Sí, de la desaparición. Es que al parecer si no utilizamos palabras grandilocuentes no hay atención que valga. El artista fallero está a punto de irse al carajo. Y aquí no hacemos nada. Hacemos, sí, porque es cuestión de todos.
Nadie es consciente de que eso que aparece como las setas en medio de la calle en marzo tiene tras de sí una industria al borde del cataclismo. Un tejido empresarial deshilachado y golpeado continuamente como se golpean los sacos de boxeo en los gimnasios, una y otra. Como si fueran viejos boxeadores, los artistas falleros tienen que salir al ring con las cicatrices y la cara partida sólo para que le vuelvan a partir, una y otra vez. Acaban noqueados, pero vuelven cuando suena la campana. Ya no se sabe si es por pasión o por locura. A todos les va el rocanrol, eso desde luego.
La falla es el único elemento que nos hace ser falleros. La falla es lo que le da sentido a la fiesta, y por ello toca de una vez por todas hablar y pedir y exigir y rogar e implorar que la falla no desaparezca. Dirán ustedes que estoy tremendo, pero a la larga vamos a ello. La profesión siempre está en crisis, pero cada vez se hace más difícil de digerir. Cada vez se aprieta más el cuello del profesional con ‘palos’ económicos y presupuestos pírricos. Sí, porque a la falla hay que darle lo que haga falta. Porque sin falla no hay Fallas.
También hay un extremo a tener en cuenta. El artista es empresario que es artista. Difícil mezcla. Por ello en la mayoría de ocasiones el juego lo acaba perdiendo uno de los dos, o el empresario o el artista. Las tablas son una entelequia.
Aquí van los duros a cuatro pesetas y el ‘pero tú ponme’ siempre lo tenemos en la boca. Pedimos metros y ninots. Y el artista allá que va para asegurarse un pan que, en ocasiones, no tiene asegurado porque o la comisión cambia de directiva y no interesa, o no interesa ya a la misma directiva, o sí que interesa, pero por menos dinero porque hay que pagar otras cosas. Ojo, que no digo que las comisiones no puedan hacer lo que crean oportuno. Simplemente me pongo en la piel del artista fallero. Un profesional al que un poco de reconocimiento real, sin artificios, postureo, aprovechamiento político, oportunismo y tendenciosidad no vendría mal.
El artista fallero, especie (nada) protegida del ecosistema valenciano, necesita de un cambio en el juego para sobrevivir. ¿Cuál es ese cambio? Yo no tengo la panacea, pero sí que tengo clara una cosa: sea cual sea necesita de la complicidad de las comisiones. Unos y otros estamos condenados a entendernos.