Quiero cien falleros como Juan. Miles. Millones. Y los quiero porque ser fallero de la forma que lo era Juan es ser fallero de forma apasionada, sin medida y sin filtro. Porque si tuviéramos filtro para ser falleros no lo seríamos con ese rasgo identitario que nos hace únicos.
Somos vehementes, somos viscerales, irascibles, emotivos, lloramos, reímos y disfrutamos a todo lo que da. Quizá por ello reunimos simpatías y desencuentros a partes iguales, por el ímpetu de una forma de entender la fiesta que nos coge el alma y la ilumina.
Juan, como tantos otros falleros, amaba a su falla por encima de cualquier otra cosa, con ese sentir irracional que todos tenemos arraigado, el de nuestros colores. Él sentía al Quarantahuit como lo que era: su casa. Por ello, a cada paso, en cada acto, en cada actividad, daba el cien por cien al igual que lo damos cuando se trata de convivir, de estar y sentir con la familia.
La competición era el dulce veneno que le enloquecía. Fuera en play-back, en teatro o presentación (disciplinas ligadas a su profesión de actor), disfrutaba de la competencia en sana rivalidad, aunando muchísimas amistades en ese camino. Porque cuando se entiende la competición fallera pasan esas cosas, que las personas establecemos lazos imperecederos tanto con los amigos como con los rivales.
Y la falla, lo que se planta y quema, le aportaba el jugo vital de la fiesta. La falla era su fetiche, su obsesión. Y ganar un uno, la locura. Jamás vi a alguien tan feliz de ganar un primer premio de sección como pude ver a Juan, cómo lo disfrutaba y agradecía a sus artistas, más que artistas amigos, todo el desvelo que había dado como fruto el oro.
Quiero falleros como Juan. Falleros que miran a la cara y viven la fiesta sin complejos, sin ambages, sin porqués. Falleros que viven la fiesta porque la fiesta es su vida, y esa vida hay que vivirla en plenitud. Falleros que no se dejan llevar por los juegos de los políticos, que nos manejan a su antojo, nos convierten en moneda de cambio y utilizan a nuestro más preciado tesoro como un muñeco de trapo.
A veces diluimos el sentir fallero porque la sociedad nos obliga a ello, y perdemos el norte con tanta facilidad que da miedo. En ese momento es cuando salen los falleros como Juan. Los que no se lo ponen fácil a aquellos que quieren dañar a la fiesta. Y no se lo ponen fácil con su trabajo, con sus ganas, con su bendita ilusión. Son los falleros que apuestan por la falla y por el artista fallero, los que salen a escena a intentar meterse al público en el bolsillo, los que aman el olor de la pólvora reventando carcasa a carcasa, los que desfilan en la ofrenda buscando desde que comienza el rostro de la ‘Mareta’, y los que, cuando llega la cremà, se abrazan a sus compañeros de comisión, espetan entre sollozos el ‘una más’, y miran las llamas devorar el último aliento de un año. Lo mejor es que, mientras eso pasa, como reza el tópico repetido ad nauseam, ya piensan en lo que vendrá al año siguiente.
Juan se ha ido. Se ha ido demasiado pronto. Se nos ha ido a muchos que lo teníamos incrustado en el corazón. Y se ha marchado dejándonos una huella tan profunda que el tiempo jamás será capaz de borrar.
Juan Ballester era fallero. Y ese orgullo, el de Juan, el fallero, es el que deberíamos tener todos a todas horas. El de la ilusión que sus ojos transmitían en cada momento del año. El de la felicidad vivida en plenitud dentro de la fiesta fallera. Falleros como Juan los quiero a millones.
Hasta siempre, Juan.