La fiesta fallera se asemeja a un animal salvaje, libre, desbocado, puro. La fiesta vive y perdura tirando de instinto. Puede ser animal depredador, pero también depredado. Y es (lo ha sido siempre) objeto de caza. Caza mayor.
La escopeta y las flechas de furtivos cazadores de recompensas, de cabezas y de trofeos, apuntan sigilosamente al animal festivo fallero con diferentes motivaciones. Los que más abundan son los que quieren ‘cazar’ a la fiesta para demostrar que pudieron doblegarla a su antojo, dominarla, someterla a sus caprichos. También los hay que cazan y tiran con bala, pero para descabezarla, para dejarla sonada y a punto de besar el suelo, siempre con el ánimo efervescente de dejarla fuera de combate. Y otros, pobrets, que intentan cazar otras piezas pero acaban pegándole un tiro en el pie a la fiesta, a la que dejan malherida y para el arrastre. ¿Y cuál de ellos es el cazador más peligroso? Pienso que todos.
La fiesta de las Fallas es objeto de deseo político, que exporta sus desórdenes ideológicos, sus desmanes y sus coqueteos con el totalitarismo para hacer de una fiesta una forma de propagar doctrina. De provocar sectarismo para lograr el rédito que consigue el pescador con el río revuelto. De manipular a los que se creen poco manipulables y manejarlos. Y es que la política es ese cazador taimado, agazapado, emboscado entre árboles y maleza, que de repente salta sobre la presa y la atrapa. O bien con sus manos o con un cepo dejado atrás para ver si queda atrapado por la propia inconsciencia del animal.
Las Fallas son esa fiera corrupia e infecta que hay que exterminar para muchos (quizá para demasiados) porque molesta, porque es sucia, ruidosa y demasiado grande. Una fiesta que saca lo mejor de Valencia a la calle y es precisamente Valencia (parte de ella) quien quiere acabar con su alegría cercenando patas y haciéndose un abrigo con su piel. Comerciantes, empresarios, vecinos, diferentes estamentos… todos con la posta cargada y preparada para disparar primero y preguntar después. Apuntando a todo lo que se mueva y huela a pólvora, arte y tradición. Por el mero hecho de existir, de estar en la calle, de generar riqueza, mucha riqueza. Un riqueza que se niega por parte de algunos de esos cazadores hasta límites irrisorios.
El coto de caza fallero es tan amplio que hasta algunos que intentan preservar su equilibrio cinegético acaban fastidiándolo. Me refiero a los cazadores falleros del ego, del ‘yo, me, mí, conmigo’, los del ‘todo mal’. Esos que pegan tiros a diestro y siniestro, indiscriminados, sin sentido alguno, por el mero hecho de creerse con la verdad absoluta, porque toca disparar, porque toca cebarse en el demasiado habitual fuego amigo. Los falleros somos los primeros que nos pegamos tiros en los pies y lanzadas, flechazos y espadazos. Nos cazamos ya no sé si por diversión o por mera estulticia.
Las Fallas son un animal salvaje cada día menos salvaje; libre y cada día más encadenado; que vive siguiendo un instinto que le equivoca de camino una y otra vez. Hace falta un revulsivo, de una vez por todas, que nos ponga en el lugar que merecemos, y que ni los políticos, ni los problemas, ni el mayor peligro, nosotros mismos, podamos hacer que la fiesta deje de ser jamás lo que es: un bello animal salvaje, libre y puro.