Miren, les voy a ser sincero. En un momento de cambio, en el que los cimientos se reconfiguran y la fiesta, la de las Fallas, camina hacia su -lenta- adaptación a los tiempos, me siento plomizo y gris.
Las fallas no son queridas, no tanto como desearíamos. Casi podría hacer ya una antología poco poética de retazos donde lloro las tristezas falleras y me cisco en todos aquellos que nos maltratan, vilipendian, odian y nos hacen la vida un poco más imposible de lo que viene resultándonos a los de los casales, las carpas, las zonas de actividades y tal. Ya sabe: los del toro que mató a Manolete.
Cabizbajo paseo contemplando un futuro parduzco, pero hay luces que me deslumbran. Hay momentos, pequeños instantes, en los que miro con ilusión al futuro imaginando que, de repente, al ciudadano, al político, al hater de la fiesta se le abren los ojos y se viene a nuestro lado. Sí, lado, porque a veces hay que hacer rayas en el suelo para separar bandos, haberlos haylos. Y en este caso la línea en el suelo no la ha trazado precisamente el mundo de las Fallas.
No hablo en este particular de mi ilusión fallera. Esa no hay ogro, bruja o permiso rechazado para instalar la carpa que pueda amargármela. La ilusión de ser fallero y vivir la fiesta se nos puede recortar, intentar fastidiar, incluso intentar robar de mala manera, pero de ahí a que lo logren va un mundo. El fallero no se deja amedrentar, y ya llevamos unos años demostrándolo.
Quiero hablar del papel social de la fiesta. En este tránsito hacia otro estadio, otra forma de ser y vivir la fiesta, tenemos un activo en el seno de nuestras comisiones que nos hace ser de oro puro. Y es que hoy en día no encontramos comisión fallera que, en algún momento del ejercicio, no dedique un momento de su actividad a la solidaridad.
La labor social de las comisiones va desde la recaudación de fondos a los eventos de visibilización de determinadas enfermedades, situaciones problemáticas y emergencias sociales. Los falleros se arremangan y se ponen manos a la obra sin pensarlo, instalando mesas petitorias, haciendo actos solidarios y reuniendo dinero para la Cruz Roja, la Asociación Española de Lucha Contra el Cáncer, para luchar contra el Alzhéimer y contra tantas enfermedades que hacen mella en la sociedad actual. Y no solo eso, ayudar a darlas a conocer, como el trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad, el Daño Cerebral Adquirido o el síndrome de Noonan. Por no hablar de la colaboración con entidades y fundaciones como Maides, Cáritas, la Casa Ronald McDonald, Juegaterapia, Payasospital, etc. Afortunadamente la lista es tan grande que no cabrían todas en este espacio.
Por eso titulaba como titulaba. Porque las fallas son la esperanza de la sociedad valenciana. En su afán por perpetuar la tradición de la fiesta del fuego, y financiar con su trabajo y su esfuerzo la fiesta que hace bullir por los cuatro costados la capital, además de su labor por el afianzamiento de la cultura autóctona, de tradiciones como la pelota valenciana, los bailes regionales, el teatro aficionado, nuestro género teatral fallero, el apropòsit, la poesía festiva en los llibrets de falla… Además de todo, ponemos un granito de arena en pro de la comunidad, de la integración, de la concienciación y la visibilidad de problemas y enfermedades que golpean a la sociedad. Pero luego somos únicamente los que cortamos las calles, ponemos carpas y hacemos ruidosas verbenas. A los que así lo piensen a pesar de todo lo dicho, un detallito de mi parte: váyanse a esparragar.
Vivan las Fallas. Así las quiero siempre yo. Eternas, culturales, sarcásticas, críticas y solidarias.