Muchos, muchísimos, dijeron durante los primeros días del confinamiento que saldríamos de esto cambiados como sociedad. Mejores. Y ya sabía yo que no iba a ser así. No hemos salido ni saldremos mejores; sí mejorados. Más cautos, más desconfiados, más agresivos, más de mucho menos de lo que deberíamos. Y obviemos lo de la empatía. Lo de la empatía me parece que nos la dejaremos olvidada entre los rollos de papel higiénico, las latas de cerveza y los hashtags de positividad.
Miro al mundo de las Fallas y veo un colectivo destrozado por culpa del virus y de las personas que lo habitan. Personas que, como si fueran otro virus, han infectado la fiesta dejándola como está: devastada. Y no me refiero a la ilusión por las Fallas 2020; esa ilusión puede apagarse y renacer en un chasquido de dedos. Me refiero al tejido empresarial. A todos aquellos que amaron tanto a la fiesta, confiaron tanto en ella, que pusieron su vida y la de sus familias en sus manos. Hablo de artistas, pirotécnicos, indumentaristas, carroceros, músicos, proveedores, hablo de tantos. De tantísimos. Hablo de todos aquellos que, con el portazo a las Fallas de 2020, con la no conclusión del ciclo, sentían un nudo en el estómago y en la garganta, pero no porque la ilusión de vivir la fiesta se apagaba. La ilusión no da de comer.
Agotar los tiempos hasta que ya fuera inviable celebrar las Fallas era el único salvavidas al que agarrarse antes de lo que tenemos ahora, antes de esta realidad festiva. Y los hubo que no lo entendían, que siguen sin entender que esperar todo lo que se pudiera era vital, era necesario. Demasiada política torticera, demasiados intereses, demasiados pechos hambrientos de medallas se vieron, se leyeron y se escucharon durante semanas en las redes sociales. Pero lo más preocupante es que también se vio demasiado desconocimiento -sonrojante- de la propia fiesta.
Ahora estamos aquí, bien jodidos pero esperanzados. Jodidos porque la fiesta sale muy malherida, pero esperanzados porque el horizonte da una oportunidad.
Hordas de opinadoras y opinadores expertos corrieron a dentellear la presa y desgarrarla. Y ahora, famélica y en los huesos, la pobre criatura, exhausta, ha de olvidar los dientes marcados en su cuello y seguir andando por la cuenta que le trae. Así está la fiesta, amigos. Y después se nos llena la boca y decimos que la queremos. Al amor de cada cual habrá que hacerle primero la resta de los intereses creados. El sobrante, amor con preaviso, como el de aquella película.
Ahora estamos aquí, bien jodidos pero esperanzados. Jodidos porque la fiesta sale muy malherida, pero esperanzados porque el horizonte da una oportunidad. Una oportunidad que, de aprovecharla, puede traer beneficios y modernidad. Una ocasión para volver a empezar, pero no quedándonos en la superficie; la superficie únicamente requiere un poco de pintura cuando está desgastada. Hay que ir hasta el sustrato, al jugo, al corazón mismo de la fiesta y, como si fuera un calcetín, darle la vuelta. Lo trae la ocasión, esta situación única. Veámoslo como una oportunidad, porque nada tenemos que perder.
La fiesta necesita volverse moderna, audaz, atreverse a ser lo que ha de ser para su salvaguarda, para asegurar su supervivencia y la de los sectores productivos que la necesitan tanto como ella los necesita a ellos. El Patrimonio Inmaterial de la Humanidad no puede venderse por una mera cuestión de protagonismos, ansias, medallas, voluntades o política zafia de jardín de infancia. El Patrimonio que son las Fallas no es la cuestión de una ilusión rota o de cien; es cuestión de la ilusión y la vida de las valencianas y los valencianos. Miren el famoso expediente presentado a la UNESCO y vean qué es lo que hace especial a la fiesta como para ser de toda la Humanidad. Por supuesto que la comisión fallera, pero también sus fallas, su indumentaria, su pirotecnia, la cultura que dimana de todo ello. Ingredientes que se sustentan en una industria que hoy no es que viva en precario, es que está más allá que acá.
Si acudimos a la propia UNESCO, en su página web se nos recuerda que “las Fallas de Valencia propician la creatividad colectiva y la salvaguardia de las artes y artesanías tradicionales. También constituyen un motivo de orgullo para las comunidades y contribuyen a forjar su identidad cultural y su cohesión social”. Pues digo yo que tendrá que ser así. ¿O no?
Reaccionemos ya. Reaccionemos todos y veamos cómo renacemos, qué dejar atrás, qué conceptos están trasnochados, y adaptémonos a nuevas formas de hacer y de ver, porque puede ser la tabla de salvación de la fiesta fallera. En esa tabla, cual naufragio del Titánic, ahora está Rose, pero Jack se hunde en el agua fría. Y se sabe que en la tabla cabía Rose y también cabía Jack. No dejen hundirse a Jack.