Muchas veces me encuentro con personas que me describen abiertamente su amor por las Fallas, pero que jamás en la vida han sido falleros. Nunca, por motivos de diversa índole, se han acercado a un casal, a una comisión. No han participado en eventos, certámenes, pasacalles o en la ofrenda. Pero son personas que manifiestan una enfervorecida pasión por la fiesta que, es gracioso, en ocasiones no encuentras en falleros de llorer i brillants.
Cualquiera diría, al oír esto último, que no sé de lo que hablo. Que el arraigo a una comisión, a una falla, ese sentido de pertenencia te hace más fallero que a cualquier otro que se acerque a la fiesta. Y tengo un ‘sí pero no’ en esta ocasión. Por una parte, opino que el fallero es el elemento necesario para que exista la fiesta, ya que la fiesta (y eso es dogma de fe para mí) la hace el fallero; pero sí que es cierto, por otra parte, que la fiesta la disfruta un abanico más amplio de sensibilidades amatorias. Y me explico.
Se puede amar a la fiesta desde la distancia. Lo sabemos muy bien en esta casa. Gente que desde diversas provincias españolas nos solicitan ejemplares de Actualidad Fallera, del Extra Fallas, del Anuario y del Especial Premios. No son valencianos, pero, allá, en sus distintos puntos de procedencia, tienen una predilección por la fiesta fallera encomiable. Porque la distancia siempre suele acartonar el amor, de una u otra forma, pero ellos lo cultivan con una frescura que hace que jamás se marchite.
Amar a las Fallas es un deporte de riesgo, porque arriesgado es querer sin cinturón de seguridad en una montaña rusa de vaivenes, que sube y baja, y tan pronto te pone el corazón en la garganta como te lo arroja a los pies. Pero amarlas es sufrirlas, y los que las amamos pagamos su penitencia con gusto.
Se puede amar a la fiesta sin pertenecer a ella. Aunque el sentido de propiedad mismo me parece una incongruencia al hablar de amor, es verdad que el que hace la fiesta, el fallero, la siente más suya que de nadie. Pero la fiesta o el amor por la fiesta es libre y campa a sus anchas por la ciudad. Por eso nos encontramos con amantes de calle, de plaza, de ocasión. Amantes a los que la fiesta cautivó en la infancia, generando recuerdos magentas de Instamatic o Polaroid. Y ellos y ellas, con pantalones de campana, jerséis horteras y cuellos cisne, posando frente a una falla de, quién sabe, Julián Puche, Mollá o Luna, quedaron marcados de por vida. Esos, aquellos, ahora recorren la ciudad entera buscando las fallas, sabiendo cómo apreciarlas, valorándolas. Conociendo cómo se han hecho, su historia, su importancia. A ellas y ellos les da igual si se hace un Congreso Fallero y desconocen si quieren banda o caramba porque el tema les importa un carajo. Ellos lo que quieren es disfrutar de las fallas, de la calle, de volver a la infancia, cuando éramos todos felices sin frenos ni cortapisas, y reencontrarse con las sensaciones que tuvieron aquel día que se enamoraron de la fiesta.
Y se puede amar la fiesta jurándole amor eterno. Siendo uno con ella. Viviendo intensamente cada momento ejerciendo un cargo, participando en un concurso, en un campeonato, luciendo ‘palmito’ en un acto o dejándote llevar por los caminos de la emoción desbordada y la devoción que llevan hasta la plaza de la Virgen los días 17 y 18 de marzo. Se puede ser amante con nocturnidad de plantà y plásticos; amante bandido de partida de truc en el casal; amante despechado cuando nuestra falla no gana el premio que debería haber ganado, siempre a nuestro (totalmente acertado) juicio; amante masoquista cuando sufrimos, nos enfadamos, nos hacen daño, nos dejan turulatos, pero volvemos una y otra vez a abrazar la fiesta, amarla y dejarnos llevar con ella.
Habrá quien utilice su supuesto amor para alcanzar una posición política, social o incluso festiva. Allá ellos en su engaño. Y es que me acuerdo de aquella película clásica, El día de los enamorados, y el reportaje televisivo que emitían en la ficción sobre el 14 de febrero. Al que está enamorado se le nota. Lo demás, impostura, tontería y manipulación.
Amar a las Fallas es un deporte de riesgo, porque arriesgado es querer sin cinturón de seguridad en una montaña rusa de vaivenes, que sube y baja, y tan pronto te pone el corazón en la garganta como te lo arroja a los pies. Pero amarlas es sufrirlas, y los que las amamos pagamos su penitencia con gusto.
Volemos. Porque el amor es volar, volar alto; hasta el cielo y volver. Volemos. Porque servidor, y perdonen lo pretencioso, al igual que Dario Grandinetti recitando al poeta bonaerense Oliverio Girondo en El lado oscuro del corazón, hay cosas que no perdona. No perdonamos de las personas, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Y no lo disculpo porque volar en el amor me parece la traducción perfecta al castellano de ‘voler’. Voler la festa.