El miedo al cambio es entendible, pero de ahí a justificarlo hay un trecho. En otras horas de esta fiesta nuestra -bien recientes, por cierto-, se nos ha tildado de inmovilistas, de reaccionarios y de, cómo no, retrógrados rancios. Vaya de inicio un matiz: que yo diga en esta columna que aquellos no tenían razón no quiere decir, efectivamente, que no tengan razón.
No tenían razón porque el frente común y la negativa a plegarnos a sus designios de cambio obedecía casi a una razón poética. La misma que esas personas que lo intentaban propugnan: la resistencia. Resistencia ante la imposición dictatorial que no mira por la mayoría, sino por la élite minoritaria. Hacer caso omiso al sentir del pueblo, y atender con todo mimo y cuidado a la crema política y social que les rodea. Llevados por sus intereses sectarios, con propuestas dirigidas, pensadas y bien incubadas, intentaban seguramente un doble juego: si cambiaban ciertas cosas, habrían llegado para ser los libertadores; si no cambiaban, evidenciarían la supuesta ‘rancior’ y la naftalina fallera de las ‘elites festivas’. Por eso, ante sus acusaciones de inmovilismo sobre el mundo fallero yo digo que no. Que no tenían razón.
Dicho esto, el mundo fallero es bastante inmovilista, lleva mal los cambios y se aferra a una de las constantes explicaciones que más criticamos pero que también más repetimos: “Así se ha hecho toda la vida”. A mí, no sé a ustedes, esta frase me huele a revenido. No deja de ser una mera excusa para evitar el gravoso proceso, con varios peajes, que supone el tiempo de cambios.
Y lo entiendo, porque hay comodidades que no se quieren perder, miedos que no se pueden vencer y costumbres que se han convertido en ley. Comprendo que pueda resultar exasperante, pero no comprendo que no se pueda debatir. Hablar. Consensuar. Llegar a acuerdos.
La sociedad en general se enfrenta durante los próximos años a un momento crucial de la historia. Los paradigmas, los modelos, están cambiando a ritmos acelerados. El empujón inicial de este timing acuciante no nos lo trajo el estallido de la pandemia, no. Nos lo trajo quizá el calentamiento global, la emergencia medioambiental en la que vivimos, así como la enésima crisis económica mundial que precedió, de forma continuada, a la pandemia y que ahora se alarga con la invasión rusa de Ucrania y la crisis global que sufrimos. El mundo cambia, y nosotros, como sociedad, estamos obligados a cambiar.
Hablando de las Fallas, no nos podemos regir por ideas, directrices y conceptos de los años 90 -en el mejor de los casos- ni basarnos en esa pueril idea de que las Fallas son ajenas a todo porque la tradición no se toca. Tocar no, pero se puede modificar, adaptar y cambiar a los tiempos que corren, tanto en su concepción como entidad festiva, como en la de cada una de las comisiones que la componen.
Verán, los problemas que se avecinan serán muy complicados y hace falta mucha didáctica, empatía y sentido de estado fallero para llevar adelante tanto los grandes cambios que va a necesitar la fiesta para seguir haciendo camino, como los grandes pequeños cambios que han de acometer las comisiones falleras para actualizarse, tal y como exige el tiempo en que vivimos. Porque el momento no sugiere. El momento obliga.
No hablo del típico ‘cisma’ generacional que hemos protagonizado muchos en nuestras comisiones llegados a la etapa adulta y con unas ganas tremendas de comernos el mundo. Eso seguirá pasando en las fallas y en el mundo por los siglos de los siglos. Hablo de la adaptación progresiva a esos nuevos paradigmas que no marca nadie; los marca el tiempo, el momento y la situación de un siglo XXI que, cuando se disponía a descorchar su siguiente década, decidió darnos un empujón trastabillado hacia el futuro de mala manera.
Para concluir, una nota al pie -que os conozco, canallas-. No quiera nadie ver en esta columna un manifiesto precongresual ni otras hierbas. Porque claro, ahora como está el Congreso Fallero por ahí pululando todo es intencionado y congresual. Y esto simplemente es lo que es. Un intento de quitamiedos ante los cambios que han de llegar para que las Fallas como fiesta continúe asombrando a propios y extraños durante años y años.