En capítulos anteriores, Fusilandia “la ciudad de los charcos” había quedado sumida en un charco de dudas. La democracia sería abolida casi por completo, y la decisión de las bases, reducida a la mínima expresión en la conformación del sanedrín festivo. Los Delegados escogidos por el pueblo, en la escalera, y los comisarios “políticos” ocupando posiciones. Todo atado, y bien atado.
El amado líder había hecho nuevamente de su capa un sayo, y tras el pertinente Bando Municipal, o no, se suprimía el riego por goteo para implantar el autóctono riego por inundación, un hecho que favorecería notablemente la conformación de inmensos y productivos charcos donde bracear al estilo libre mientras se profesaba culto al nombre de la ciudad.
En una de estas aperturas de compuertas, meticulosamente planificada según calendario plebiscitario previsto, debió pillarles con los recursos hídricos sobrepasados en el azud del ego, y “l’escampà” sería nuevamente de órdago. Al parecer se quería sondear a la plebe por el grado de simpatía del amado líder, y como no se podía preguntar directamente, se optaría que valorasen aquello que se había hecho en las últimas fechas por el idolatrado adalid.
Como tampoco se podía interpelar sobre a quiénes votarían en los próximos sufragios, se les ocurrió algo muy diferente. ¿Quién les gustaría que ganara? Y si todo esto fuera poco, se plantearon cuestiones directas, con nombres y apellidos del amado líder y del prelado consistorial, pero esto no pasó nunca. Algunos escribanos osaron en decir aquello que se estaba preguntando, y no de forma individual, de forma grupal y donde no se debía. “¡Falacia!”, gritaron unos. “¡Herejes!”, dijeron otros. Y aunque cada día fueron más, y más, quienes reconocían que no tenían ese defecto en la memoria que juraban y perjuraban desde la atalaya divina, los preguntados seguían saliendo de debajo de las piedras contradiciendo al amado líder, y al prelado consistorial, quien con “vas d’aigua” a lo Tip y Coll intentó apaciguar la “tronà” que a pesar de los pesares dicen que le había sentado realmente a cuerno quemado por entender que las ínfulas de poder del aprendiz de brujo habían sobrepasado todos los límites.
Pasaron los días. Escribanos nacionales se hacían eco de la nueva “riuà”. El charco seguía creciendo. Las acequias no daban de sí para evacuar el lodazal en el que nuevamente se había sumido a la ciudad. Había que tomar soluciones. Los palmeros contratacaron con dureza, y donde antaño criticaban, ahora bendecían. Todo menos reconocer que desde el erario público no se deben buscar beneficios individuales tan descaradamente. Pero todo vale cuando el objetivo es otro, y si un escribano molesta, siempre hay otro que claudica, incluso alguno de alcurnia que pueda sentar cátedra recuperando los oficios del movimiento, para hacerle al amado líder un traje de saliva digno de la mejor escuela de juntaletras del país.
Todo sea por el futuro, pensarían unos. O por el presente, pensarían otros.
Pero qué más les da. Qué les importa a ellos, si ni es su dinero, ni su fiesta. ¿Quién dijo miedo? Pues sí, lo reconozco, es miedo. Pero no a sus preguntas, y menos incluso a las respuestas. El miedo está en la cocina, y en sus cocineros, cuando nuestro patrimonio está en juego. Menos mal que Fusilandia es un país inventado.