La Constitución Española garantiza el derecho al honor. Nadie, por tanto, debería poner en tela de juicio la honorabilidad de nadie sin pruebas fehacientes de su hecho, al poder incurrir, según el Código Penal, en delitos tipificados como de injurias o calumnias.
Cuando un concejal del Ayuntamiento de Valencia afirma que “no es fácil interlocutar con personas como ésta”, refiriéndose a un presidente elegido democráticamente, o escribe “no podemos admitir que la imagen de las Fallas se vea de forma directa o indirecta relacionada con las brutales imágenes de agresiones de extrema derecha”, prejuzga, juzga o sentencia a mi entender su honor, ya que encuadra a ciertos falleros sin más pruebas que el encuadre de una foto y un titular cogido entre algodones.
Este comportamiento puede generar, como a su vez parece que sucedió, una corriente de opinión que más allá de una interpretación propia, se deja llevar comprensiblemente por las apreciaciones de un concejal al que se le presupone dignidad, coherencia y equidad. Si a esta incontinencia verbal de quien, casualmente, hacía cuatro días habían puesto en la picota con casi 200 razones frente a una sinrazón, les sumamos las de quienes como compañeros de fatiga esperan según parece que les lluevan los convenios o subvenciones, mientras disertan sobre lo cómodos que se sentían los falleros “entre violentos y abroncando a los mismos que los nazis apalizaban”, o aseverando directamente que los falleros “han colaborado con grupos fascistas a sembrar pánico, odio y violencia”, como hicieron destacados miembros de la sectorial de Compromís, se fomenta la tormenta perfecta.
Vamos, que si en lugar de tirar de plano general, con más de 500 personas entre hombres, mujeres y niños, ciudadanos anónimos de todas las edades, que de forma pacífica se situaban frente a una manifestación ilegal, sí, ilegal, pese a todo lo que les digan, ilegal, ya que no era ésta la legalmente autorizada, encuadramos (5ª acepción RAE) a plano corto, obtenemos un encuadre (4ª acepción RAE) a la medida, donde dos falleros son vinculados directa o indirectamente con un grupúsculo de violentos que avergüenzan al más pintado.
Nadie puede afirmar que blanco y en botella sea siempre leche, a no ser que queramos justificar otros fines por unas vergonzosas y condenables leches.
Los ultras, como extremistas que son, se encuentran en ambos extremos de la línea, siendo igual de nocivo para el colectivo tanto la agresión física como la violencia verbal de estos nuevos progres autoproclamados postmodernos, que se retrotraen con su comportamiento al más rancio espíritu de ataño para etiquetar al prójimo y repartir carnés de buenos demócratas, convirtiéndose en los nuevos Richard Spencer falleros.
A ellos y a todos los de verbo fácil en redes sociales, les recordaría que cuando alguien imputa un delito “con conocimiento de su falsedad o temerario desprecio hacia la verdad”, comete un delito contra el honor denominado calumnias, y que se denomina injuria a “la acción o expresión que lesionan la dignidad de otra persona, menoscabando su fama o atentando contra su propia estimación”.
A partir de aquí, que cada palo aguante su vela.