Los niños nos hacemos mayores y dejamos de ser eso, niños, para hacernos adultos y jugar con cosas de adultos. Y ahora, una vez las mentes calenturientas ya han imaginado lo que correspondía, sigo. Las cosas de los adultos comprenden muchos aspectos, hay matices, luces y sombras. El adulto paga las facturas, aunque eso hoy en día se hace muy complicado. El adulto mantiene aficiones hasta que puede pagárselas, claro. El adulto mantiene su casa, lleva a los niños al colegio y sale a cenar, al cine o al teatro con amigos. Y tiene ilusiones, aunque la crisis se empeñe en tirarlas por tierra. Pero no tiene una cosa que sí tenía cuando era niño. En esa época de la vida las personas aún mantenemos intacta la increíble capacidad de sorprendernos, de maravillarnos, de no sacar pegas absurdas a las cosas, de mirar sin prejuicios, de abrir los ojos al mundo y no tener miedo, de ser puros en nuestro sentir más profundo. Es la época de los prodigios. Es el tiempo en el que todo parece mágico.
Mi amigo Nico Garcés, que por cierto he de decir que es un fallero de esos que todavía te hace creer que este colectivo tiene futuro y esperanza, me pidió que moderara el pasado mes unas charlas que organizaba su federación, la de Benicalap-Campanar. El tema era la sección Especial y los coloquios que me tocaban eran los referentes al ayer y al hoy de esta categoría. Allá que fui a charlar de fallas durante algo más de hora y media, un plan que apetece siempre, sea la hora que sea. Eso es lo que pensaba el adulto.
Este mes les cuento una vivencia personal porque creo que en esta época de dislates, rajes, maledicencias, chorradas, absurdeces y demás cosas del día a día, yo encontré durante una tarde el bálsamo que necesitaba para seguir el camino del kung fu fallero. Necesitaba sentir “cosica de la buena”, y eso me pasó en el primer coloquio.
A mi vera se sentaban cuatro artistas falleros. Pero no eran artistas falleros. Para el niño que fui eran magos, personajes de leyenda capaces de hacer cosas que todavía hoy no comprendo del todo, genios de la imaginación, una especie de Willy Wonka con una fábrica de chocolate a la que yo tendría acceso una tarde con mi ticket dorado. A mi lado tenía cuatro personas que me habían hecho soñar, pero no sólo a mí. A toda una generación.
Miraba a Miguel Santaeulalia y en mi interior evocaba el día de fallas en el que accediendo por la calle Salvador Giner tuve ante mí a Tomeu de Ros y Tarek Al Mizar, el moro y el cristiano de “De la festa, la vespra”. Con Pepe Martínez Mollá recuerdo lo impresionante de su David en el Ayuntamiento, una de las últimas fallas icónicas en la plaza. Por la parte de Julio Monterrubio, me transporté en el tiempo a un día de marzo en el que la grúa terminaba de plantar los heraldos de “Érase una vez”. Y con “Pepet” me acordaba sobre todo de un jovencito que ya iba para adulto pisando su taller porque su comisión subía a la sección Especial, el sueño de cualquiera.
Estar con los maestros, aprender de cada palabra, de cada intención manifiesta, de cada aporte artístico, es algo que siempre me hace recordar el tiempo de los prodigios, cuando no teníamos la mente nublada.
Nos pasamos la vida queriendo ser adultos y cuando llegamos a serlo desearíamos ser de nuevo niños para disfrutar sin complicaciones. Seamos niños y gocemos de la fiesta.
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