Las perspectivas que nos ofrece el horizonte a nivel social y económico no son muy optimistas que digamos. A la incertidumbre en la que el mundo actual está sumido, se une la situación derivada de dos años de pandemia y una crisis que nos deja graves secuelas. En este difícil contexto hay que sacar adelante las Fallas.
La reactivación de la fiesta en septiembre, y posteriormente las Fallas de marzo, han hecho que la dinamo fallera vuelva a generar chispazo, bríos y energía para echar adelante. El estrés de dos años de práctico bloqueo del engranaje festivo es agua pasada, y ahora comienza el reto de la normalidad; más reto que nunca, dados los tiempos en que vivimos.
Durante el mes de abril hemos asistido a muchas renovaciones de presidencias y cambios de artistas en las plazas, signos inequívocos de esta renovación. En el primero de los casos, y tras unos ejercicios extendidos desde 2020, era lógico; en el segundo, el análisis ha de ser más exigente y profundo.
“No hay artistas”. Esta frase es la que más he escuchado hablando con falleros y, paradójicamente, artistas. ¿Cuál era el motivo? La brutal crisis del arte fallero que algún día pasará factura definitiva. No se pueden mantener las cosas tal cual están, simplemente no se puede. ¿Quién tiene la culpa? Todos y nadie. Pero todos.
Si al terrible incremento de precios en los materiales le sumamos los costes sociales de mantener una plantilla laboral asentada en el taller, los mazazos impositivos y las, por qué no decirlo, exigencias de un cliente, el fallero, que todo lo comprende, pero no deja de decir aquello de “ponme, ponme”, tenemos el caldo de cultivo perfecto para el hundimiento financiero y económico del artista.
Así nos vemos hoy en día. Con talleres que antes aceptaban seis o siete encargos y que ahora han cerrado el año con dos o tres a lo sumo. Ni que se lleven la falla antes y la guarden, ni que se la planten ellos, ni transportes ni nada. Nada ha convencido a los que han reducido taller a costa de sanearse o mantener el tipo y la chalana a flote.
¿Y cómo serán las fallas de 2023? Chi lo sa… Lo que sí que se intuye es que tendrán que ser, irremediablemente, menos que antes. Ha pasado con todo: menos rebanadas de pan en los paquetes, porciones más pequeñas, y al mismo coste que antes o incluso más. Las fallas no pueden ni deben ser ajenas a la subida de los precios.
Ahora, la segunda parte. Contrataciones se han hecho, algunas con más celeridad, otras con menos, y en algunas ocasiones con artistas que prometen mucha mandanga para poco alpiste, no sé si me entienden. Más claro: duros a cuatro pesetas. Pues luego esos duros son muy duros y se lloran cuando llega el 16 de marzo. Tiempo al tiempo.
Finalmente, déjenme que dedique las últimas líneas de esta columna a recordar a dos grandes de la fiesta, cada uno en su ámbito, que nos dejaban el pasado mes. Dos personas que, da la casualidad, eran grandes amigos entre sí.
Se nos iba Manolo Algarra y lloraba la fiesta la pérdida de un referente fallero único en su especie. Ampliamente galardonado, con una carrera impecable, un taller siempre en forma y una familia que es amor por las fallas y su arte. Manolo siempre fue contundente en sus opiniones, claro y conciso, convirtiéndolo así en el, hay que decirlo claro, mayor defensor que tenido la profesión de artista fallero. Decía las cosas muy claras y ponía los puntos sobre las íes. Manolo, siempre serás necesario.
Y Joan V. Ramírez se iba días después, dejando su legado en forma de amistades, de momentos impagables, de mucho fallerío vehemente y pasional, de mucha falla. Y fotos, miles, millones. No sé cuántas. Juan fue el pionero de las rutas y las fotos, y gracias a sus carretes y tarjetas de memoria tenemos eso mismo, memoria; memoria gráfica de una fiesta efímera de que sólo quedan las fotos y los llibrets, esos que él también cultivaba versando l’explicació de la falla. Otro referente que se nos fue.
Manolo, Juan, os voy a echar mucho de menos. Cuánta falta nos hacéis. Cuánta falta hacen los referentes en esta fiesta tan desnortada.