No pudo nuevamente el concejal y su partido, o amigos político-festivos, con la voluntad de los falleros. Incluyo explícitamente a su partido y amigos porque creo que debemos ya de empezar a llamar a las cosas por su nombre, y dejarnos de subterfugios, pamplinas léxicas o numeritos de dignidad en las asambleas, cuando las decisiones y acciones emprendidas hacen más que evidente el empecinamiento po-lí-ti-co de sus actos.
Por tercera ocasión en un año fueron llamados los presidentes a votar a favor o en contra de mantener o no la costumbre, tradición, legítima voluntad, o sencillamente decidir qué colaboración incluir en el Libro Oficial teóricamente de todos los falleros. Tercera ocasión en un año donde los presidentes ejercen su potestad de elegir el contenido de tan sólo dos páginas, de las más de 400 que constaba el libro en 2016, contrarrestando así la evidente campaña política orquestada desde diferentes ámbitos del poder establecido, con la clara intención de eliminar cualquier rastro atribuible a la centenaria Asociación Cultural Lo Rat Penat y a la lengua valenciana.
Y por tercera vez, salieron derrotados estos nuevos paladines de la pluralidad y la democracia, cuando al parecer entienden que la votación sólo puede ser legítima si el resultado es a su conveniencia.
Terminaba así un año plagado de engaños y falsedades, legales y falleras, como evidenciaría esa reunión in extremis a 24 horas del pleno, cuando la palabra dada por el propio concejal a quienes él mismo había convocado, ignorando a interesados y solicitantes de reunión, se diluía al no gustarle, o no aceptarle otros, el unánime acuerdo alcanzado.
Un pleno, el de diciembre, cargado de soberbia y desdén, digno de guardar en los anales de la historia por el propio Tito Livio, donde funcionarios con sueldo tres veces superior al de la media nacional, se permiten el lujo de errar y reincidir en el error pese a ser informados de éste, pasándose más que posiblemente por el forro de sus caprichos, el Reglamento Interno de la JCF, el Reglamento Fallero, y la propia Ley de Procedimiento Administrativo, ante la anuencia voluntaria o por desconocimiento, de quienes tiene la obligación de conocer la reglamentación, para concluir siguiendo el propio concejal al absolutista Luis XIV en aquel “L’État, c’est moi” (El estado soy yo). Con su “quien interpreta el Reglamento es esta mesa” y su brazo en alto recordando por ser educado aquel “por mí, por todos mis compañeros y por mí el primero”, el concejal se erigiría en el nuevo caudillo fallero, desacreditando su propias disculpas, y llevando a la asamblea aquello que nadie conocía: las bases inexistentes de un concurso, y un temario cuyo contenido tampoco se había remitido, siendo aprobado posteriormente por los presidentes, quienes tampoco lo habían leído, marcando así el proceder de los nuevos jurados de un concurso, el de fallas, que sigue sin tener bases. Pero luego son los falleros de cada comisión quienes deciden el voto de sus presidentes. Berlanga baja, que sube el Rey Sol y su corte de demócratas a merced de la tramontana.